No cabe duda que nuestra infancia y juventud está marcada por las experiencias vividas en una unidad del transporte colectivo. Bus o camioneta, como regularmente le llamamos al transporte público en Guatemala nos trae una infinidad de recuerdos.
Como por ejemplo los famosos “21” que eran precisamente los tickets que al sumar los números de serie nos daban esta cantidad. Los mismos tenían que ser intercambiados con alguna dama o alguien del sexo opuesto.
El premio: un inocente beso. Había otros más atrevidos que aprovechaban el enviar una bella carta de amor con un 21 dentro.
Y hablando de transporte público.
Como olvidar los Munitrans un programa de transporte de la comuna capitalina, tuvo auge pasajero en la década de 1990. Una flotilla de furgones acondicionados; el pasaje costaba 50 centavos y se presentó como una de las mejores soluciones del transporte urbano. De ser una solución pasó en menos de tres años a convertirse en un lastre capitalino. Al final de siglo, la estructura fue cedida a instituciones como la Policía Nacional Civil. Los furgones terminaron en habitaciones para agentes y bibliotecas rodantes, en el mejor de los casos, y abandonados y en guaridas de menesterosos, en otros.
Sin embargo para quienes crecimos en esa época, subirse a este tipo de transporte era una maravillosa experiencia, sobre todo porque algunas unidades llevaban televisores y uno aprovechaba el camino para ver sus series favoritas. Otra fórmula que tampoco fue exitosa fue la del metrobus. Autobuses grises con conductores de corte ingles, con su respectiva corbata y quepi para darle glamour al oficio.
Para los jóvenes de aquella época era símbolo de elegancia llegar al colegio en una de estas unidades del transporte colectivo. No faltaba aquel compañero de clase, el rebelde, que usaba el peinado estilo hongo y se ponía los prohibidos Sperrys. Ese mismo que se iba parado en la puerta trasera del autobús aunque ese fuera vacío.
Muchos relacionamos los viajes en camioneta con los amores de estudiante, ese momento para poder ir a dejar a la muchacha a la esquina de la casa y despedirse con un inocente besito en la mejía.